A los discípulos se les llamó cristianos
por primera vez en Antioquía.
Hechos 11:26.
Antioquía (sur de la actual Turquía, en la frontera siria) era la tercera ciudad del imperio romano, después de Roma y Alejandría. Desempeñaba un papel clave para el comercio de la época. Era una ciudad muy corrupta, en la cual reinaba una gran inmoralidad. Fue en esa ciudad difícil en donde unos sencillos creyentes anónimos anunciaron la Buena Nueva de la salvación por Jesucristo. Muchas personas creyeron este mensaje y se convirtieron al Señor (Hechos 11:21). Su vida cambió tanto que el nombre de cristianos, “los que son de Cristo”, fue empleado por primera vez en ese momento.
Dos mil años después el término cristiano sigue empleándose, aun cuando su sentido a menudo, y por desdicha, haya sido desfigurado. Para ser cristiano, para ser de Cristo, es necesario haber nacido de nuevo, haber nacido del Espíritu (Juan 3:3, 7). Este nuevo nacimiento no se recibe mediante el bautismo, sino por la fe en Jesús, muerto y resucitado. Es un nuevo comienzo. El que ha nacido de nuevo tiene una nueva vida que le permite conocer a Jesús, amarle, honrarle y vivir en comunión con él.
Le transcribimos un pensamiento de un cristiano que vivió hace cuatro siglos: «El cristiano es un hombre que no vive para sí mismo, sino para Cristo y para su prójimo. Para Cristo por la fe, para su prójimo por el amor. Mediante la fe se eleva por encima de sí mismo hasta Dios. Para Dios, él se dedica por amor a su prójimo. Sin embargo, siempre mora en Dios y en su amor».
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