Miguel Angel Santos
Hace unos días, mi compañera y amiga Juana María Sancho, catedrática de la Universidad de Barcelona, me contaba la tremenda impresión que le produjo, en su etapa de maestra, una observación que vio en la ficha de uno de sus alumnos (dudo ahora si se trataba de un niño o de una niña). Cuando se describía la inteligencia de esa persona, el psicólogo (o psicóloga, tampoco lo sé) de la institución había escrito una sola palabra: NULA. Me costaba creerlo, pero ella me persuadió de la verdad cuando me dijo que esa anotación no sólo le había producido consternación sino que le había hecho derramar alguna lágrima.¿Cómo se puede decir de alguien que tiene una inteligencia nula? ¿Nula? Inteligencia nula tienen las piedras, pero una persona no puede tener inteligencia nula. ¿Desde qué tipo de diagnóstico se puede llegar a esa conclusión?
Hablamos largamente sobre esa tremenda responsabilidad que los educadores tenemos en las manos. La responsabilidad de estimular, de ayudar, de impulsar… pero también la de hundir, de aplastar, de bloquear… Desde esa valoración se puede comprender fácilmente la actitud educativa (o, mejor dicho, des educativa) que la inspira: desesperanza, abandono y fatalismo. Para concluir, cuando el estrepitoso fracaso se produzca, que “eso estaba cantado”, “que ya se veía venir”, “que era imposible esperar otro resultado”.
Le dije a Juana María que esa actitud negativa me preocupaba hondamente e, incluso, le prometí convertir su pequeña anécdota en el presente artículo.
Quiero aportar, para insistir en esta cuestión una pequeña historia que acabo de leer en el libro “¿Por qué caminar si quieres volar?, escrito por Isha, del que ya he tomado alguna otra.
Había una vez un joven cuyo padre era un pobre entrenador de caballos que si bien disfrutaba de su trabajo apenas ganaba suficiente dinero para mantener a su familia. Un día al niño le asignaron en la escuela la tarea de escribir sobre lo que le gustaría ser cuando fuera mayor. Esa noche, muy emocionado, escribió un ensayo de siete páginas describiendo su sueño de ser, algún día, dueño de una caballeriza para así criar a sus caballos. Escribió su ensayo con mucho cuidado y atención a los detalles. Incluso dibujó un plano de la tierra y la casa que soñaba poseer. Puso todo su corazón en ese proyecto.
Al día siguiente le entregó su proyecto a su profesor. Cuando lo recibió de vuelta había sido calificado con una E (error), y su profesor había escrito en la parte superior del ensayo, en letras rojas: “Véame después de la clase”.
El joven se quedó después de que el timbre de salida hubiera sonado y le preguntó a su profesor: ¿Por qué me ha calificado el trajo con una E?
El profesor le dijo: “Para eso te he llamado. Para explicarte la calificación. Tu ensayo describe un futuro irreal para un joven como tú. No tienes dinero y tu familia es pobre. No tienes recursos para comprar tu propia caballeriza. Tendrías que comprar la tierra, los caballos y todos los recursos necesarios y, además, tendrías que pagar los costos del mantenimiento, No hay forma de que puedas lograr eso”.
El joven fue a casa y lo pensó durante largo rato. Incluso le preguntó a su padre qué debería hacer. Su padre le respondió: “Mira, hijo, tienes que decidir por ti mismo. Esa es una decisión importante, y no puedo tomarla por ti”.
Después de considerarlo durante todo un día, el chico entregó el ensayo a su profesor sin ningún cambio, y le dijo: “Usted puede mantener su mala calificación. Yo voy a mantener mi sueño”
Pasaron lo años. Un día el profesor, ahora próximo a la jubilación, llevó a un grupo de niños a visitar una famosa caballeriza que criaba algunos de los caballos más espectaculares del país. Y se asombró cuando reconoció al dueño. Se dio cuenta de que era el mismo joven al que había calificado el trabajo con una E..
Antes de marcharse, el viejo profesor le dijo al dueño de la caballeriza: “Cuando era tu profesor, hace muchos años, yo era un ladrón de sueños. Durante años le robé los sueños a los niños. Afortunadamente tú te las arreglaste para mantener el tuyo”.
No parece justo que quien está pagado para ayudar a crecer emplee su posición y su fuerza en destruir los sueños, en mermar las esperanzas, en destrozar las ilusiones.
¿Cuántas veces nos hemos equivocado en los vaticinios? Y, sobre todo, ¿cuántas veces hemos convertido esas profecías en hechos que las han confirmado? El profesor de nuestra historia acabó reconociendo, aunque tarde, su tremendo error y, humildemente se confiesa un ladrón de sueños. Eso le honra.
Qué hermosa tarea la de generar sueños, impulsarlos, mantenerlos y potenciarlos. A riesgo de que alguna vez no se cumplan, de que se produzcan algunas frustraciones. Habrá que ayudar también s superar esas decepciones, nacidas algunas veces de las adversidades de la vida y otras de la insuficiencias de nuestro empeño. Habrá que enseñar también que los sueños se construyen con esfuerzo, con fe y con una inquebrantable constancia. Porque alcanzar un sueño no es un regalo de los dioses sino el fruto de una fortaleza y de una una ilusión contrastadas.
Quiero pensar que los educadores somos creadores de sueños y no ladrones que se aprovechan de su situación privilegiada para arrebatar los que comienzan a formarse en el corazón y en la mente de sus alumnos y alumnas.
GUILLERMO RAMIREZ B.P.
ACONCAGUA: El Centinela de Piedra
E-mail: aconcagua@telmex.net.co
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