Raúl Irigoyen
Ginny y yo estábamos sentados en la terraza tal y como solemos hacer y veíamos al mundo volar a nuestro lado. Un petirrojo voló a nuestro árbol en el patio; tenía una ramita en su pico.
“Parece que construyen un nido”, dijo Ginny.
“Creo que estás en lo correcto”. Observé al petirrojo seleccionar un espacio perfecto y colocar la ramita en su posición. Un segundo petirrojo con una ramita se unió al primero. Durante los próximos días observamos a la pareja trabajar junta para construir un lugar de descanso para los huevos que pronto pondrían. El nido fue completado y pocos días después, la mamá ave se asentó en su nuevo hogar.
Los dos padres tomaron turno calentando los huevos, siempre al tanto de la necesidad del otro y de su preciosa responsabilidad. Cada uno sabía que el otro necesitaba alimento y que los huevos necesitaban calor; era una asociación perfecta. Cada hora o menos, los dos petirrojos intercambiaban lugares, manteniendo a los huevos seguros mientras que el otro volaba en búsqueda de calor. Cayó la lluvia y durante la noche, la temperatura cayó bajo el punto de congelación pero los dos petirrojos quienes habían escogido un lugar seguro para su nido, se mantuvieron junto a sus huevos. Conocían sus responsabilidades; el viento sopló, el árbol se estremeció pero los petirrojos perseveraron; los huevos no caerían mientras ellos estuviesen allí. Una semana o dos más tarde, Ginny y yo observamos cómo llevaban lombrices a sus bebés recién salidos del cascarón. De nuevo, tomaban turnos, sacrificando sus propias necesidades por los bebés con que Dios les había bendecido. Observamos tres piquitos elevarse por sobre el borde del nido, y buscar a Mamá o Papá, mientras traían sus comida. Una mañana, sentado, mientras leía un libro y tomaba té, el sol me calentaba. Era un día sereno, nadie se movía. Escuché un gorjeo de ave frente a mí y miré hacia arriba. No había ave a la vista pero volví a escuchar el gorjeo. “¡OK! Te escucho pero, ¿dónde estás?” Me levanté; el patio estaba vacío. El gorjeo se detuvo.
Le di una nueva mirada al patio, me rasqué la cabeza y me senté a leer. Por la esquina de mi ojo detecté un movimiento. Uno de los jóvenes petirrojos saltó sobre mi pie, gorjeó, y miró hacia arriba, hacia mí. Pequeñas plumas de bebé sobresalían del costado de su rostro y cabeza. Me pareció un día de mala pluma para este. “Oye, muchachito, ¿diste el gran salto?” “¡Chirp!” “¿De verdad?” pregunté. “¿Es eso todo lo que tienes que decirme?” “¡Chirp!” Me moví y el pequeño petirrojo saltó hacia la seguridad de un pequeño arbusto junto a la cerca. “¡Así que es allí donde te has estado escondiendo!” Me observó por entre las ramas espinosas. “¡Chirp!” Le dejé solo y me fui adentro. Más tarde, al salir fuera había dos de los bebés en el patio. Sólo uno permanecía en el nido. Estaba sentado en el borde del nido y gorjeó por sus hermanos pero estos se habían ido. Mamá y Papá siguieron a los dos vástagos por todo el jardín. Ya no empujaban lombrices por el pico de sus bebés; las ponían junto a ellos. Los hambrientos jóvenes necesitaban aprender a satisfacer su hambre, tomar las lombrices y alimentarse a sí mismos. En el nido, el ultimo de la familia seguía sentado y gorjeando por su cena. Mamá y Papá volaron a una rama cercana al nido con una suculenta lombriz colgando de sus picos. El último bebé gorjeó y observó a su padre alejarse con la comida. “¡Chirp! ¿Y mi cena?” Se sentó en el borde del nido y lloró por comida, pero Mamá y Papá rehusaron. Saltó alrededor del borde del nido, se inclinó hacia adelante, batió sus alas, con un gorjeo dudoso y se acomodó de nuevo en el nido. Clamó por comida pero no vino ninguna, Mamá y Papá tenían lombrices pero las zarandeaban delante de su bebé. Mamá se alejó volando; el hambre se apoderó de él. El bebé saltó del borde del nido; su temor era menos fuerte que su hambre. Se balanceó, miró alrededor, estiró sus jóvenes alas y saltó hacia mamá en tierra. La naturaleza le enseñó a mover las alas y volar. Su corazón se aceleró mientras el suelo se acercó a recibirlo. Mamá recompensó su esfuerzo con la comida que tanto quería. Los petirrojos, que se aparean de por vida, tienen muchas lecciones que enseñar: una vida dedicada a su pareja, compromiso con la familia y la habilidad de mirar a sus hijos y decirles: “La vida tiene muchas lombrices, si quieren la suya, necesitarán volar”. Necesitamos saber cuándo es tiempo de dejar el nido.
El pensamiento de hoy nos da un atisbo al rol que desempeñamos no sólo los padres sino también los mentores y líderes con respecto a aquellos que nos han sido encomendados. Como bien plasmase el sabio en el libro de Eclesiastés: “hay un tiempo para cada cosa”. El ºautor del envío de hoy ilustra creativamente cómo hay un tiempo para cuidar y atender todas las necesidades básicas de quienes no tienen otra opción en un momento, pero cómo ese tiempo tiene que dar lugar a otra etapa en la que los que alguna vez no tuvieron otra opción, se levanten y se desarrollen como personas completas, no dependientes de nosotros ó de otras personas. Si bien todos acabamos siendo interdependientes los unos de los otros como individuos maduros, cada uno está llamado a hacer su parte. ¿Estaremos desarrollando nuestro rol de manera correcta? Pues nunca es tarde para comenzar. Adelante y que Dios les continúe bendiciendo.
En esta semana recuerda...
“Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes”
Jeremías 33:3
GUILLERMO RAMIREZ B.P.
ACONCAGUA: El Centinela de Piedra
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